Siete crucecitas en un carnet by Georges Simenon

Siete crucecitas en un carnet by Georges Simenon

autor:Georges Simenon [Simenon, Georges]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1950-08-15T00:00:00+00:00


CAPÍTULO CUATRO

Acaso, después de todo, había llegado su día. André Lecoeur había leído en alguna parte que todo su ser, por insignificante que fuere, una vez en su vida, por lo menos, conoce una hora de fortuna, durante la cual le es dado realizarse.

Nunca había tenido una alta opinión de sí mismo, ni de sus posibilidades. Cuando se le preguntaba por qué había escogido un puesto sedentario y monótono, en lugar de inscribirse, por ejemplo, en la brigada de homicidios, respondía:

—¡Soy tan perezoso!

A veces, añadía:

—Probablemente, tengo también miedo a los golpes.

Eso no era verdad. Pero sabía que era lento en sus facultades mentales.

Todo cuanto había aprendido en la escuela le había costado un gran esfuerzo. Los exámenes de policía, que otros hacen sin preocupación, a él le habían costado un gran esfuerzo.

¿Era a causa de este conocimiento de sí mismo por lo que no se había casado? Tal vez. Le parecía que, con cualquier mujer que escogiese, se sentiría inferior a ella y se dejaría dominar.

No pensaba hoy en nada de eso. Ignoraba aún que su hora se estaba acercando, si es que llegaba.

Un nuevo equipo de refresco, endomingado, un equipo que había tenido tiempo de celebrar la Nochebuena en familia, acababa de sustituir al de la mañana, y había como un tufillo de pasteles y alcoholes finos en los alientos.

El viejo Bedeau se había sentado en su sitio, delante del standard, pero Lecoeur no se había marchado, había dicho simplemente:

—Me voy a quedar un poco todavía.

El comisario Saillard había ido a comer, a toda prisa, a la Brasserie Dauphine, a dos pasos, encargando que le llamaran si había algo nuevo. Janvier había vuelto al Quai des Orfèvres, donde estaba redactando su informe.

Lecoeur no tenía ganas de ir a acostarse. No tenía sueño. Ya le había sucedido tener que pasarse treinta y seis horas en su puesto, cuando los motines de la plaza de la Concordia, y otra vez, durante las huelgas generales, los hombres del Central habían vivido en la oficina durante cuatro días con sus noches.

Su hermano era el más impaciente.

—Quiero ir a buscar a Bib —había dicho.

—¿Adónde?

—No lo sé. Por la estación del Norte.

—¿Y si no es él el que ha robado las naranjas? ¿Si está en otro barrio distinto? ¿Si dentro de unos minutos o de dos horas tenemos noticias suyas?

—Querría hacer algo.

Le habían sentado en una silla, en un rincón, pues se negaba a tumbarse. Tenía los párpados enrojecidos de cansancio y de angustia, y comenzaba a tirarse de los dedos como cuando, de niño, le castigaban en un rincón.

André Lecoeur, por disciplina, había intentado descansar. Había, contiguo al salón, un cuarto de desahogo con un lavabo, dos catres y una percha, donde, a veces, los del turno de noche iban a echar un sueñecito durante una hora de tranquilidad.

Lecoeur había cerrado los ojos. Luego su mano había cogido del bolsillo el cuaderno de notas del que no se separaba nunca, y se había puesto a hojearlo.

No se veían en él más que cruces, columnas



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